Te baña la luz de un atardecer fresco y anaranjado, con el viento soplando insistente hacia la derecha, haciendo que todos y cada uno de los mechones de tu pelo trigueño, recogido hacia atrás con varias finas pinzas de colores, bailen con él. Tienes ambos codos apoyados en la barandilla que delimita una pequeña terraza, descalza sobre las baldosas del frío azulejo color tierra. Dejas que las hojas sueltas y muertas de un árbol que crece libre a tu lado te acaricien los muslos al soltarse, echando a volar. Fantaseas sonriendo acerca de la vida, con un cigarro a medio terminar haciendo equilibrios entre tus dedos índice y corazón. Vistes apenas un vaporoso vestido blanco que se cierne insinuante a la cintura, sujeto a tu nuca con un lazo, y los dos extremos de este caen delicados sobre la pálida piel de tu espalda desnuda. Cantas. Tarareas bajito, entre susurros, de un modo casi imperceptible, mirando de reojo a la humeante taza de café que has dejado enfriar a tu lado. Y entonces, sonríes..
Me he dejado cautivar por ese prisma tan diferente y especial con el que eres capaz de ver el mundo, por tu pequeña obsesión por los detalles, por el halo de tranquilidad que hace que brilles con esa fuerza turbadora. Te admiro de veras, me pareces sencillamente hermosa e inusual.
Haces que de modo inconsciente me vuelva de golpe encantadora y adorable, consigues hacer que me pierda en el aura sentimental que envuelve cada palabra que escribes..
Porque sé que lo leí en algún momento. Lo dijo, puso: siempre dejo que se enfríe el café
Y en ese preciso momento estalló el detonante.
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