Con todo, a lo largo de esos siglos de obediencia, Armand guardó siempre para sí dos secretos. Dos secretos que eran más suyos que el mismo ataúd en el que se encerraba durante el día, y que los escasos amuletos que llevaba.
El primero de ellos era que, por grande que fuera su soledad y por mucho que se prolongara la búsqueda de hermanos y hermanas de raza en quienes poder buscar cierto descanso, jamás había llevado a cabo el Rito Oscuro por sí mismo. No estaba dispuesto a ofrecer a Satán ningún Hijo de las Tinieblas creado por él.
Y el otro secreto, que mantenía oculto a sus seguidores por el propio bien de éstos, era sencillamente su grado de desesperación, cada vez más profundo.
Era el hecho de no anhelar nada, de no apreciar nada, de no creer en nada; de no disfrutar un ápice en el ejercicio de sus poderes, asombrosos y siempre crecientes; de vivir todos los momentos en un vacío roto una vez cada noche de su vida eterna con el acto de la caza..
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