Lo esencial es invisible a los ojos.

jueves, 3 de marzo de 2011

Dejé la vela por un instante, saqué con cuidado el violín y tensé las cuerdas de crin del arco como le había visto hacer mil veces a Nicolas. Luego llevé el instrumento y la vela otra vez al escenario, me agaché y empecé a encender la larga serie de velas que formaba la batería de luces del proscenio. Gabrielle me contempló, impasible. Luego acudió a ayudarme. Fue encendiendo una vela tras otra y prendió a continuación los candelabros de las paredes.
Pareció que Nicolas se agitaba, pero tal vez fue sólo la creciente iluminación de su perfil, la suave luz que emanaba del escenario y se extendía por la sala vacía. Los profundos pliegues de terciopelo cobraron vida por doquier y los ornados espejuelos incrustados en el frontis del anfiteatro y de los palcos se convirtieron en otras tantas luces.
Qué bello era aquel rincón, nuestro rincón. Había sido la puerta al mundo, cuando éramos mortales. Y, finalmente, habría resultado la puerta del infierno.
Cuando terminé de encender las velas, me detuve un momento sobre el escenario y admiré los pasamanos dorados, la nueva araña de luces que colgaba del techo, y arriba de todo, las máscaras de la comedia y la tragedia como dos caras surgiendo del mismo cuello.

[...]
Pasé delante de Nicolas, que no me había dirigido la mirada ni un solo instante, y descendí la escalerilla situada tras él hasta el foso de la orquesta. Me acerqué a su silla con el violín.
[...]
Por detrás de él, bajé el violín sobre el hombro de Nicolas y lo deposité en su regazo. Noté que se movía, como si exhalara un suspiro, y apretaba la nuca contra mi. Luego, lentamente, alzó la mano izquierda para sujetar el puente del violín, al tiempo que, con la diestra, tomaba el arco.
Me arrodillé y apoyé las manos en sus hombros. Le besé la mejilla. No capté ningún olor humano, ningún calor de mortal. Era una escultura de mi perfecto Nicolas.
- Toca - susurré - Toca ahora, para nosotros solos.
[...]
Sus dedos se posaron sobre las cuerdas. Tanteó la madera de la caja hueca con la yema de los dedos, y por fin, tembloroso, pulsó las clavijas, como si, sumamente concentrado, realizara por primera vez aquella maniobra.
[...]
Nicolas apretó el instrumento contra su oído por un instante, y me dio la impresión de que volvía a quedarse inmóvil durante una eternidad, hasta que se puso de pie con lentitud. Dejé el foso de la orquesta y salí a la platea, donde me quedé de pie contemplando su negra silueta recortada contra el fugor del escenario.
Se volvió hacia el patio de butacas vacío como tantas otras veces había hecho en el intermedio de la representación, y se colocó el violín bajo el mentón. Y, con un movimiento veloz como el rayo ante mis ojos, bajó el arco sobre las cuerdas.
Los primeros arpegios, graves y potentes, latieron en el silencio mismo del sonido. Luego, las notas se alzaron, ricas y oscuras y penetrantes, como si fueran extraídas del violín por obra de magia, hasta que un desbordado torrente de melodías inundó de pronto la sala.
La música pareció traspasar mi cuerpo, atravesar mis mismísimos huesos.
No podía ver el movimiento de sus dedos ni el ir y venir del arco; lo único que distinguía era la agitación de su cuerpo, su postura torturada mientras dejaba que la música le retorciera, le doblara hacia delante y le arrojara hacia atrás.
Las notas se hicieron más agudas, más chillonas, más rápidas, pero seguían conservando el tono a la perfección. Era una ejecución sin esfuerzo, con un virtuosismo más allá de cualquier sueño mortal. Y el violín hablaba; no se limitaba a cantar, sino que era insistente en su tonada. El violín contaba una historia.
La música era un lamento, un fruto del terror enroscándose en hipnóticos ritmos de danza, sacudiendo a Nicolas de un lado a otro con más fuerza todavía. Su cabello era una greña reluciente ante las luces del proscenio. Su piel estaba perlada de sudor ensangrentado. Llegó hasta mí el olor de la sangre.

[...]
Y supe, de alguna manera plena y simultánea, que el violín estaba contando todo cuanto le había sucedido a Nicolas. La música era el estallido de la oscuridad, era la oscuridad fundida, y su belleza era como el fulgor de las ascuas; daba la luz suficiente para mostrar cuánta oscuridad había en realidad...

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